Modelos animales: el valor cuestionable de la experimentación en animales.
23/06/2023
23/06/2023
Por:
María Josefa Rodríguez Gómez
Científica en el CSIC, Integrante de la Asociación de Científicos Apadrina la Ciencia
Todos conocemos la expresión “conejillo de indias”. Una persona o animal sometido a observación o experimentación para probar alguna cosa. La expresión procede de las cobayas, mamíferos roedores dóciles y asustadizos – volveremos a esta palabra: asustadizos, mucho más relevante en la obtención de resultados fiables de lo que cabría imaginar en un principio–, que se emplean en laboratorios para experimentos de todo tipo.
Las cobayas y otros animales (ratones, ratas, peces cebra, gusanos, moscas del vinagre etc) pueden usarse como “modelos animales”. Un modelo animal es una especie no humana que se usa en investigaciones biomédicas porque puede replicar algunos aspectos de un proceso biológico o de una enfermedad presentes en los seres humanos, al tener una anatomía, fisiología o respuesta a un patógeno que se parece lo suficiente – en principio- a la de los seres humanos como para poder extrapolar los resultados de los estudios en modelos animales a lo que ocurriría en los seres humanos. Si no existe un modelo animal con una enfermedad humana concreta, se crea ese modelo animal mediante modificación genética o creando las condiciones ambientales necesarias para generar una patología (por ejemplo, creando depresión y falta de esperanza en ratas a base de torturarlas en experimentos de nado forzado para estudiar el efecto de los antidepresivos)
¿Pero son los modelos animales realmente representativos de una enfermedad o un proceso biológico en humanos? ¿Hasta dónde podemos extrapolar en humanos los resultados obtenidos en modelos animales?
Ahora nos toca hablar de variabilidad. Los resultados de los tratamientos en investigación no son homogéneos para todos los seres humanos. Los factores genéticos influyen en la respuesta de los pacientes a los fármacos en investigación. Pero no solo los factores genéticos generan variables que hacen que las respuestas a tratamientos no sean homogéneas en toda la población. La raza y la etnia confieren experiencias vitales que, a su vez, pueden dar lugar a expresiones fisiológicas específicas que no son de origen genético. Por ejemplo, un nivel socioeconómico más bajo y un menor acceso a la atención sanitaria se asocian a una mayor presión arterial y riesgo de enfermedades cardiovasculares, lo que a su vez puede influir en la respuesta a los tratamientos. Dentro de la misma etnia, la edad, el sexo, el estado fisiológico previo a la enfermedad, la dieta, el ejercicio, otros hábitos y estilos de vida etc introducirán variabilidad que afectará al éxito del tratamiento. Por ejemplo, es más probable que los hombres respondan a los antidepresivos tricíclicos y las mujeres a los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina como tratamiento para la depresión. Existe una gran diversidad dentro de la especie humana que provoca diferentes reacciones a los medicamentos y otras terapias. De hecho, tendemos hacia una “medicina personalizada” precisamente al ser conscientes de esta variabilidad entre individuos humanos.
Si existe esta variabilidad entre miembros de la misma especie, ¿no es lógico pensar que la variabilidad entre miembros de distintas especies – ratas y humanos por ejemplo- será mucho mayor? Y si esta variabilidad entre miembros de la misma especie afecta a los resultados, ¿no afectará más aún a los mismos la aún mayor diferencia entre la biología de ratas, perros o monos y la de los humanos?
En la actualidad se sabe que entre el 90% y el 95% de todos los fármacos y vacunas que se consideran seguros y eficaces en ensayos con animales fracasan en humanos, sobre todo debido a su toxicidad o a que simplemente no funcionan en humanos.
Pero la variabilidad, las diferencias genéticas o ambientales, no son el único problema que impide hacer que los resultados en animales puedan extrapolarse a humanos. Al principio de este artículo hablamos de animales “asustadizos”, y ese es otro de los principales problemas a la hora de interpretar resultados obtenidos en animales de laboratorio: el estrés, una variabilidad ambiental impuesta por el propio método de investigación con animales y, por tanto, endémico a él. Sabemos que el estrés afecta a los seres humanos de muchas maneras diferentes: afecta al cuerpo, a los pensamientos, a los sentimientos y al comportamiento. Según la American Psychological Association, las reacciones al estrés a largo plazo pueden alterar el sistema inmunológico del cuerpo en formas que están asociadas con otras condiciones de envejecimiento como son la fragilidad, descenso en funcionalidad, enfermedad coronaria, osteoporosis, artritis inflamatoria, diabetes tipo 2, y algunos tipos de cáncer. Las investigaciones también sugieren que el estrés imposibilita la capacidad del cerebro de bloquear ciertas toxinas y otras moléculas más grandes, potencialmente dañinas. Es una variable compleja que afecta de forma distinta a cada individuo. Y no se queda atrás en cuanto a reacciones adversas en animales. El estrés produce efectos negativos sobre el rendimiento de los animales: cambios en la función inmunológica, mayor susceptibilidad a infecciones, disminución de la ingesta de alimento y de la rumia, inhibición de la secreción de oxitocina, reducción de la fertilidad…
No es difícil imaginarse que los animales de laboratorio, por sus condiciones de vida, alejadas completamente de sus condiciones naturales, viven en una condición de estrés permanente. Y más aún en modelos animales creados para sufrir una enfermedad desde el momento de su nacimiento. Por lo tanto, ¿cómo podemos esperar conclusiones fiables en animales cuya fisiología ya está alterada de base por el estrés? ¿Cómo podremos distinguir qué síntomas son consecuencia de una enfermedad y qué síntomas son consecuencia del estrés? ¿Los tratamientos funcionarán de verdad en un animal estresado? ¿O estaremos perdiendo información valiosa porque las bondades de los tratamientos se ven eclipsadas por los efectos negativos del estrés? ¿Y cómo eliminar los efectos nocivos del estrés en un animal que vive encerrado desde su nacimiento, con falta de estímulos naturales, falta de libertad, en un entorno extraño y siendo manipulado constantemente? Si ya es difícil sacar conclusiones para humanos en un animal de laboratorio, imagínense cuando los resultados se ven afectados por el estrés de las propias condiciones de vida en un laboratorio.
Teniendo en cuenta todo esto, ¿por qué entonces nos empeñamos en seguir usando modelos animales en vez de apostar fuertemente por métodos alternativas a la experimentación con animales o por estudios estadísticos en humanos con distintas patologías? Ahora es posible. Ahora tenemos las herramientas necesarias y experiencia tecnológica y médica suficiente como para hacer ciencia más significativa en cuanto a resultados, y, por tanto, más útil para los pacientes. Entre las pruebas más fiables se encuentran, por supuesto, los ensayos clínicos en humanos. Pero antes de llegar a ellos necesitaríamos desarrollar métodos que permitan obtener en el laboratorio conclusiones sobre la biología humana. Humana, repito. No sobre la biología de perros, ratas, monos o peces cebra. Necesitamos tener modelos en humanos: hombres, mujeres, caucásicos, asiáticos, africanos… todo el espectro posible, pero el espectro humano. Toda la diversidad posible, pero la diversidad humana.
Las alternativas a los ensayos con animales ofrecen una mejor perspectiva de la eficacia y seguridad en humanos. Existen cada vez más herramientas de investigación que pueden sustituir a los ensayos con animales a la vez que son mucho más eficaces para investigar enfermedades humanas y predecir qué terapias serán seguras y eficaces en humanos. Técnicas con las que se puede conseguir un banco de diversidad humana mucho más fácilmente. Técnicas que utilizan células y tejidos humanos para crear arquitecturas tridimensionales de órganos y sistemas biológicos vivos, como el cuerpo humano en un chip, los gemelos digitales (virtuales), los organoides y la bioimpresión. Merece la pena hablar de estas técnicas en profundidad en futuros artículos, pero, de momento y como muestra, quiero apuntar que los modelos humanos actualmente – y en contraposición con lo que son los modelos animales – son modelos contenidos en un chip de silicio, vidrio u otros materiales, que contienen tejidos naturales o artificiales derivados de distintos órganos que se cultivan dentro de canales de fluidos miniaturizados moldeados en el chip. Estas arquitecturas tridimensionales de órganos humanos vivos permiten conocer su funcionamiento interno y los efectos que pueden tener en ellos los fármacos, todo ello sin utilizar otros animales ni seres humanos vivos. Recientemente, unos investigadores descubrieron que los modelos de chips hepáticos superaban con creces a los ensayos con animales en la predicción de lesiones hepáticas inducidas por fármacos, una de las principales causas de fracaso de los medicamentos por problemas de seguridad.
Finalmente, quiero expresar una pregunta que me hago desde hace algún tiempo: ¿de verdad todas las preguntas han ser contestadas? ¿No existen investigaciones cuya respuesta es irrelevante? Quien escribe es firme defensora de la investigación básica, aquella que no tiene un objetivo práctico a priori, pero que puede aumentar el montante de conocimientos de la humanidad. Pero también es muy consciente de que hay muchas preguntas que no deberían escudarse tras la etiqueta de “investigación básica” para ser respondidas. Porque, en muchos de estos casos, el camino hacia la respuesta es un camino erróneo que no va a generar una respuesta ni correcta ni útil. Es, simple y llanamente, ciencia mediocre que genera un gasto inútil y una enorme cantidad de sufrimiento y de pérdida de tiempo. En nuestras manos está hacer buena ciencia, y una ciencia más humana en el doble sentido de menos cruel y más eficaz para el ser humano.