Esos animales que se empeñan en sentir
17/11/2023
17/11/2023
Por:
Catedrática de Filología, Universitat de Girona
Miembro del Consejo científico de Centre for Animal Ethics
Hay quien opina que la crisis medioambiental es una crisis espiritual, que no se resolverá hasta que recuperemos la sabiduría que perdimos al olvidar que no estamos solos en el tejido de la vida; sino que somos una hebra más del diseño. Los animales tal vez sean los maestros que nos ayuden a recuperar esa conexión. En algunas especies es fácil reconocer conductas amorosas viendo cómo se relacionan y su amor hacia nosotros; pero hay quien, tras estudiar la emoción de humanos y otros animales, no cree que el sentir sea el mismo, porque nosotros conocemos el propio y el ajeno al hablar de ello. Son más numerosos los académicos que no comparten esta tesis, como Temple Grandin y Catherine Johnson (2015), ni el argumento de la falta de lenguaje como prueba de que todas las demás especies carecen de consciencia, pensamiento o capacidad de sentir. Frans de Waal matiza que cada una tiende a saber lo que necesita: si las hormigas o las termitas priorizan la coordinación entre ellas, y no el pensar individual o el lenguaje, la nuestra elige la empatía y el compañerismo por estar en el legado biológico primate. Para este biólogo, al ser criaturas sociables, depender de otras y no poder vivir solos, necesitamos hablar con nuestros congéneres para mantener la salud y ser felices, siendo la comunicación solo una forma de afrontar la supervivencia.
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De Waal sugiere que, para comprender a los animales no humanos, hemos de entrar en sus vidas (algo complicado considerando cómo nos cuesta hacerlo con nuestros iguales), aunque deberíamos porque poseen un mundo interior, cultura, empatía, neuronas que les permiten aprender de los errores ajenos, etc. Como primatólogo, dicho profesor afirma que muchos animales son sensibles a las emociones y tienen empatía, caso de bonobos y chimpancés, que muestran conductas de consolación cuando un congénere sufre. Pese a que algunos científicos se niegan a equipararnos, él lo defiende: “es innegable que los seres humanos somos animales; por lo que no se está comparando dos categorías separadas de inteligencia; sino considerando la variación dentro de una categoría única” (2018). De ahí su tesis: “Contemplo la cognición humana como una variante de la cognición animal” pues, como ya apuntó Darwin, “la diferencia mental entre las personas y otros animales es de escala y no de tipo” (2016). En los años setenta, algunos investigadores ya plantearon la posibilidad de considerar que otras especies pudieran tener consciencia y cognición; lo que después confirmaría John Bonner, profesor emérito de Ecología y Biología evolutiva en Princeton:“Creo que toda inteligencia, sea animal o humana, es un continuo, que es solo una cuestión de grado. Y aplico el mismo argumento a la consciencia” (1983).Hoy, uno de los neurociencientíficos más renombrado, Anil Seth lo suscribe:
El reconocido neurólogo, Antonio Damasio, asegura que la consciencia no surgió de golpe, sino en un proceso que nos une a otros animales a través de los sentimientos: “es evidente que muchos son conscientes del mismo modo que nosotros” pues “son conscientes de sí mismos, se protegen entre ellos y se comportan de una forma muy similar a la nuestra” (2018). De hecho, la ciencia actual maneja evidencias de que algunos sienten una gama completa de emociones, sea: “miedo, alegría, felicidad, vergüenza, resentimiento, celos, rabia, ira, amor, placer, compasión, respeto, alivio, disgusto, tristeza, desesperación y dolor”, al parecer de Marc Bekoff. Este profesor emérito de biología evolutiva argumenta con ejemplos que los no humanos sienten, y sus emociones son tan importantes para ellos como las nuestras para nosotros, de ahí que concluya: “Para mí, es imposible negar la evidencia de las emociones de los animales, y la misma está ampliamente fundamentada en los actuales conocimientos del comportamiento animal, la neurobiología y la biología evolutiva” (2007).
No es el único y su planteamiento lo suscribe el psicobiólogo Jaak Panksepp: “hay una evidencia sólida de los sentimientos animales” (1998). Dado que sus emociones importan, Bekoff pide que las consideremos al tratarles, pues saber que sienten nos obliga a relacionarnos de forma adecuada con ellos; ya que sufren, aman, son empáticos, se organizan, actúan como padres responsables, se comunican e incluso muestran rasgos de moralidad. De hecho, la mayoría de animales sobreviven por cooperación, empatía y altruismo, según Frans de Waal, y los neurocientíficos que han estudiado la conducta cooperativa de muchas especies avalan el origen animal de nuestra actitud ética, lo que lleva a este primatólogo a congratularse de que se haya arrancado la moral del ámbito exclusivo de los humanos (2006). Para de Waal, no solo la vida emocional de un chimpancé es muy parecida a la nuestra, muchos animales son sensibles a las emociones; razón de que se admita su presencia no solo en primates, sino en peces, abejas, hormigas…, cuya capacidad de sentir tiene consecuencias éticas (12.12.2022).
Algunos expertos matizan que no es el raciocinio, sino la capacidad de sufrir el factor que nos iguala. En el XIX, el filósofo Jeremy Bentham fue de los primeros en advertir que ni el lenguaje ni el razonar eran el criterio; sino la capacidad de padecer lo que nos asemejaba y la causa de estar obligados a dar a los animales un trato digno: “Un caballo o un perro en su pleno vigor es, sin comparación, un animal más racional, y más dialogante que un niño de un día, o una semana, o hasta un mes. Pero supóngase que fuera este el caso, ¿qué probaría eso? La cuestión no es, ¿pueden razonar? Ni ¿pueden hablar?, sino ¿pueden sufrir?” (1839). Albert Schweitzer, teólogo, médico y humanista reconocido con el Nobel de la paz, retomaría su argumento proponiendo que no deberíamos basarnos en el poder, sino en el amor para vivir en armonía, por entender que el propósito de la vida humana es mostrar compasión y la voluntad de ayudar a los demás.
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Schweitzer hacía extensiva ambas acciones a otras especies porque, “hasta que no amplíe su círculo de la compasión para incluir a todos los seres vivos, el hombre no encontrará la paz por sí mismo”. De ahí su sentencia: “No me importa saber si un animal puede razonar. Solo sé que es capaz de sufrir y por ello lo considero mi prójimo” (1966). No fue hasta el 2012 cuando eminentes científicos presentaron la Declaración de Cambridge sobre la consciencia, donde se afirmaba que otros animales también son entes conscientes, poniendo en valor su capacidad de sufrir: “El peso de la evidencia indica que los seres humanos no son los únicos en poseer los sustratos neurológicos que generan la consciencia […] como mínimo todos los mamíferos y las aves son conscientes (7.7.2012).
Si el amor entre mamíferos les une para asegurar la cohesión dentro del grupo, el incondicional humano supone una evolución posterior, que ha extendido la estima maternal a seres distintos. De ahí que, para Konrad Lorenz, el amor fuese “el producto más maravilloso de diez millones de años de evolución” y advirtiera: “antes de centrarnos en las diferencias, convendría entender la extraordinaria similitud existente entre la psicología humana y la psicología animal, especialmente en lo que respecta al dominio de las emociones” (1972). Hoy, Jane Goodall suscribe que “el amor y la compasión del ser humano también están profundamente arraigados en nuestros antepasados primates” (1988) y señala las profundas raíces biológicas del afecto. A su entender, la diferencia estribaría en que los humanos hacemos de los apegos una necesidad vital, de modo no comparable a otra especie. Goodall revolucionó el estudio de la conducta de los chimpancés al afirmar que tenían personalidades distintas, emociones, hacían amistades, se cogían de la mano, se besaban, intercambiaban obsequios y mantenían un duelo si moría un miembro del grupo.
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En relación a la muerte, la doctora en filosofía, Susana Monsó, ha investigado la consciencia que otros animales tienen de ella (2021); un reconocido etólogo, Jeffrey M. Masson, documenta su vivencia de la muerte en: Cuando lloran los elefantes, y la etóloga Cynthia Moss, suscribe que los paquidermos la poseen al mostrar dolor, realizar ritos funerarios y reconocer esqueletos de sus congéneres: “un elefante maneja todo este abanico emocional. En él, la empatía es automática y no necesita pensar” (1994 y 2000). Si la experta en la reintegración de sus huérfanos, Dame Daphne Sheldrick, asegura que son empáticos, se ayudan y cuidan si uno enferma, los especialistas que han investigado otras especies confirman que también sienten dicha o amor, por ser emociones compartidas y gestionadas desde la misma zona cerebral: la amígdala. Entre los que expresan afecto por sus congéneres o seres humanos, menciona a los delfines, cuya amistad hacia nosotros no surge ante la comida, sino por razones más sutiles, como evitar la soledad; no en vano, experimentamos emociones gracias al sistema límbico, formado por estructuras de cuatrocientos millones de años, iguales a las de otros mamíferos. Así lo afirma Peter Wohlleben, quien sostiene que, en el mundo animal, “se mire por donde se mire, se ama, hay compasión y se celebra la vida”. De ahí su queja de que, pese a lo descubierto por los etólogos, “la ciencia es contraria a la sensibilidad de otras especies hasta que esta ya no puede negarse” (2017).
Carl Safina lo documenta con historias de ballenas, lobos, elefantes, orcas… que piensan, viven y expresan emociones igual que nosotros pues, si los delfines y simios reconocen rostros humanos, los gorilas se comunican y manejan más de cien gestos con significados tipo: “me gustaría que me dieras un abrazo”. Considerado uno de los conservacionistas más notables de nuestro siglo, dicho biólogo defiende la necesidad de conocer la etología de otras especies, pues “no hay una barrera entre nosotros y el resto del mundo animal. Es un continuo que va de más simple a más complejo, y nosotros somos el animal extremo” (30.6.2016). Este doctor honoris causa por tres universidades y autor de más de cien publicaciones, suma conocimientos de ecología, biología y ciencias del comportamiento para demostrar que muchos no humanos son capaces de ayudarse si lo necesitan, crear lazos familiares y de afecto, practicar el cortejo amoroso, empatizar e intuir el estado de ánimo de un congénere. Frente a los científicos que ven erróneo atribuir pensamientos y emociones a otros animales, Safina lo considera la mejor forma de saber qué sienten, ya que sus cerebros son básicamente como los nuestros, cuyas estructuras y hormonas les generan estados de ánimo de forma parecida.
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En este sentido, son concluyentes los estudios de la profesora Lori Marino, quien durante treinta años ha investigado la neuroanatomía de ballenas y delfines, llegando a demostrar que su cerebro se volvió tan complejo como el de los grandes simios a través de una ruta neuroanatómica diferente. Pese a evidencias como las citadas, se mantiene el prejuicio de que solo los humanos somos seres conscientes y tenemos sentimientos, negando la posibilidad de que cualquier otra especie pueda pensar o sentir. Convencidos de que somos diferentes, especiales y mejores, ignoramos que todo lo que hacemos es heredado de modelos animales anteriores. Safina advierte que lo que nos convierte en humanos no son nuestros rasgos positivos o superiores; sino todo lo que tenemos de mejor a peor pues, si somos los animales con mayor grado de compasión y creatividad, también, los más violentos y destructores del planeta.
Al investigar las experiencias mentales de otras especies, convencido de la existencia en ellas de algún tipo de vida interior, este etólogo descubrió que las similitudes con nosotros eran abrumadoras: “todas las habilidades que supuestamente nos hacen humanos (empatía, comunicación, pena, fabricación de herramientas…) existen en mayor o menor medida en otras mentes con las que compartimos el mundo” (2017). Si distintos animales saben quiénes son ellos, su familia, amigos y rivales, forman alianzas y luchan por rivalidades crónicas, puede afirmarse que las relaciones personales les definen, desmintiendo que los homínidos seamos los únicos con una vida emocional plena. Tras años conviviendo con muchas especies, Safina concluye que sienten emociones humanas porque “la nuestra es una vida compartida” y, al negarlo, provocamos un sinsentido al reconocer su hambre, si comen, y el agotamiento, al cansarse; pero…
Este biólogo niega que pensar y sentir sean capacidades solo humanas, pues muchas especies piensan, aunque no como nosotros, y tienen sentimientos idénticos a los nuestros, que son mucho más antiguos que el razonar (envidia, incertidumbre, miedo, dolor, ira, desprecio, decepción, capacidad de consolar, paciencia, depresión, vergüenza, duelo, lujuria, compasión, altruismo, ternura y amor). De ahí su valoración: “Nos hemos montado ese mito de que los humanos somos diferentes, pero la ciencia dice lo contrario” y “es un error pensar que ellos son feroces y nosotros racionales y buenos”. Para probarlo, este doctor en ecología marina cita ejemplos de orcas que se relacionan durante décadas, sabiendo quiénes son y distinguiendo amigos de enemigos; describe que “los delfines, los lobos, los perros y los loros tienen nombre propio que reconocen y se cuentan cosas entre ellos”; o que los cachalotes “viven igual que los elefantes: en grupos de hembras que se cuidan entre sí. Jamás luchan entre ellas, se quieren y ya está”. Igual que él, Jane Goodall cree innecesario preguntarse si otras especies aman, pues “no puedes compartir la vida con un animal sin acabar dándote cuenta de que los animales tienen emociones”. La cuestión es si los humanos poseemos suficiente consciencia, empatía, inteligencia y amor como para respetarlos, permitiéndoles sobrevivir y asegurar su continuidad.
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Si compartimos la capacidad de amar con otras especies, cuya vida también depende de los vínculos afectivos tanto como del alimento, uno se pregunta ¿cuáles son?, ¿con qué fin aman?, ¿de qué manera?, y ¿por qué utilizamos con suma frivolidad la palabra amor en nuestras relaciones; pero nos cuesta mucho aplicarla a los no humanos? Este catedrático cuestiona que usemos el mismo término, aunque lo sintamos de forma diferente (con la pareja, amigos, padres… y según nuestra edad, sexo o circunstancias); pero no lo apliquemos a otros animales, cuando tenemos en común la empatía, que es una forma de amor. Erramos al pensar que el cariño nos convierte en humanos, cuando es una conducta compartida con más animales que se preocupan por sus hijos o congéneres y quieren evitarles sufrir.
Los humanos no obramos igual y causamos dolor sin importarnos, como las aberrantes vivisecciones que Descartes practicó en el siglo XVII, justificando que los especímenes usados eran máquinas; hemos exterminado lobos por animadversión y aún matamos elefantes para lucrarnos con sus colmillos, pese a su reacción no vengativa. Darwin ya apuntó la posible razón en sus cuadernos: “A los animales, a los que hemos hecho nuestros esclavos, no nos gusta considerarlos nuestros iguales”
¿Por qué no nos devoran las orcas y en cambio guían a exploradores perdidos a través de la niebla? El doctor en bioquímica, Rupert Sheldrake, responde que por “empatía, aceptación, compañía, seguridad emocional y afecto”. Nuestra respuesta es ingrata al no respetar su vida, ni permitirles pasarla a otra generación —ley sagrada en la Naturaleza—; sin considerar que la influencia de los animales en las personas es tan terapéutica como el trato amoroso entre humanos. Según dicho investigador de ciencias naturales en Cambridge: “El secreto de este poder curativo es el mismo, tanto si viene de otras personas como de animales: el amor incondicional” (2001); por lo que podríamos decir, citando al psiquiatra Eric Berne, que “el amor es la psicoterapia de la Naturaleza”. Son muchas las especies en las que se da el altruismo, pues ayudar a los demás puede ser beneficioso en el futuro y lo es para la evolución, dado que quienes lo manifiestan tienen más probabilidades de sobrevivir. De ahí que, cuando somos empáticos, el cerebro segregue una pequeña dosis de oxitocina como recompensa.
Sabemos que esta hormona, presente en los humanos, favorece los vínculos afectivos y consolida el afecto, pero también “la encontrará donde quiera que haya amor entre dos mamíferos”, afirmaba el neurólogo Howard Eichenbaum, ya que su sistema y el de la vasopresina se remonta a setecientos millones de años y ha permanecido inalterado (2003). Dado que la oxitocina la fabrican muchas especies, es plausible que entre ellas pueda experimentarse el afecto y la dicha, pues “las sensaciones humanas son sensaciones animales. Sensaciones heredadas que experimentamos gracias a sistemas nerviosos heredados”, señala el profesor Safina; no en vano, “los cuidados paternos, la satisfacción, la amistad, la compasión y el dolor no surgieron de forma espontánea con el nacimiento de los humanos modernos. Su desarrollo comenzó en seres pre-humanos” (2017). Negar que otras especies sienten nuestras emociones resulta absurdo a quienes las han observado para estudiarlas. De ahí que Jane Goodall denuncie que los científicos saben que los chimpancés son parecidos a nosotros biológicamente (de ahí que los usen en experimentos); pero no admitan que haya semejanzas en la “personalidad, mente y sobre todo, emociones”:
Tras comparar nuestras vidas amorosas con las de otras especies, Konrad Lorenz aseguraba que “muchos mamíferos y aves superiores se comportan exactamente igual que el ser humano” (1996), no siendo pocos los que se emparejan de por vida: gansos, cisnes, grajillas, cuervos… Entre ellos y como nosotros, el gran amor surge en el primer encuentro, al que siguen largos compromisos o un año de cortejo, caso de grajillas y otros pájaros. El padre de la etología sostuvo que el amor es una pulsión heredada muy extendida en el reino animal y, aunque exista un abismo entre el intelecto de humanos y grajillas, sugería que tal vez la distancia fuera escasa en el terreno emocional, ya que las aves cuentan con las neuronas necesarias para experimentar enamoramiento, celos y todos los sinsabores afectivos; por lo que, “en términos de emociones, los animales son mucho más afines a nosotros de lo que generalmente pensamos.” Si es así, ¿por qué cuesta tanto aceptar que no somos los únicos entes vivos que tienen sentimientos?
Helen Fisher suscribe que nuestro amor posee rasgos compartidos con el de otros animales, por ser un instinto derivado del mecanismo primario de aparearse. Tras investigar la vida amorosa de unas cien especies, como bióloga y antropóloga, esta profesora relaciona nuestro romanticismo a las pautas de cortejo de otros especímenes, de ahí que concluya: “los animales aman”. Si Charles Darwin fue de los pocos científicos capaces de defender que bastantes mamíferos y aves sienten amor por sus congéneres, hoy Fisher lo confirma y añade que la mayoría acusan placer, nerviosismo, pierden el apetito, muestran ternura, intimidad, afecto, cortejan con tenacidad y persisten en su objetivo, como los enamorados: “Muchos incluso se enamoran a primera vista. De esta atracción animal es de donde creo que finalmente surgió el amor romántico” (2004).
Nuestras similitudes con otros animales ha motivado que distintas voces planteen la necesidad de reconocerles derechos, caso de Marta Tafalla, filósofa que explora nuestra relación con ellos y la Naturaleza desde una perspectiva ética y estética. Con dicho objetivo, su libro de referencia, Los derechos de los animales, reúne a destacados pensadores con idéntica demanda; no en vano, esta profesora advierte que, ante la crisis ecológica: “No vamos a colapsar porque agotemos los recursos, sino porque no sabemos convivir con otras especies”. La catedrática de filosofía moral, Alicia Puleo, opina que reprimir sentimientos compasivos es un erróneo “rasgo masculino de superioridad sobre el sexo débil”, esgrimido como “garantía de objetividad del saber”, lo que conlleva tratar a los animales como “objetos de una explotación intensiva legitimada retóricamente en nombre del progreso”, sea en laboratorios o en mataderos. Por ello pide “una cultura medioambiental que aprecie lo no humano diferente” (2011) pues, como nos recordaba el filósofo Jorge Riechmann: Todos los animales somos hermanos (2005).
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Goodall, Jane, En la senda del hombre. Vida y costumbres de los chimpancés, Barcelona, Salvat editores, 1988.
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Monsó, Susana, La zarigüeya de Schrödinger, cómo viven y entienden la muere los animales, Madrid, Plaza y Valdés, 2021.
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Puleo, Alicia, Ecofeminismo para otro mundo posible, Madrid, Cátedra, 2011.
Riechmann, Jorge, Todos los animales somos hermanos, Madrid, Libros de la Catarata, 2005.
Safina, Carl, Más allá de las palabras: ¿en qué piensan y qué sienten los animales? 30.6.2016:
https://www.ted.com/talks/carl_safina_what_are_animals_thinking_and_feeling?language=es#t-1151703
—, Mentes maravillosas: lo que piensan y sienten los animales, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2017.
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Wohlleben, Peter, La vida interior de los animales. Amor, duelo, compasión: asombrosas miradas a un mundo oculto, Barcelona, Obelisco, 2017.